La excelencia muchas veces nos es esquiva. Hacemos calles y puentes y les falta siempre algo para ser perfectos cuando no se nos caen sin siquiera estar terminados.
Siempre parecemos quedar de segundas o terceras en todo. No hay evento que podamos arrancar a tiempo. Los mandatarios siempre se quejan de los otros gobernantes, ya sea porque no los dejan hacer o porque en el pasado se llevaron todo.
Las excusas son un arte y un estilo de vida. Pero esto viene de un acuerdo tácito de nuestra sociedad; nos sentimos agradecidos con cualquier tapada de huecos, celebramos una semifinal como si hubiéramos ganado el mundial, hablamos de la hora colombiana sonriendo, sabiendo que llegar 30 minutos tarde está bien, y es claro que en la “dinámica” de la política todo vale y todo se olvida.
Es como si nos hubieran enseñado que a la excelencia hay que temerle. Como si estuviéramos convencidos de que no podemos ser los mejores en algo y nos conformáramos con el esfuerzo y no con el resultado. Me preocupa que esta constante se ve flagrantemente en los colegios como en las universidades de nuestro país. Le damos más valor a las intenciones que a lo que realmente se produce con un trabajo, le tememos a los indicadores duros y puros, y buscamos enredar con explicaciones cualitativas en donde todo es relativo. “Confunde y vencerás” parece reemplazar la leyenda de “Libertad y Orden” que dice nuestro escudo nacional.
Pero me rehúso desde mi condición de educador a que esto continúe así. Espero de mis estudiantes no solo su mejor esfuerzo sino que vayan incluso más allá. Me hago cerca y asocio con las personas que no están pensando en la hora de salida desde que llegan, sino que están comprometidos con su misión. Soy esquivo a aceptar que las situaciones no tienen solución y que es mejor dejar así.
Es cuestión de actitud. Dejemos de quejarnos que eso no sirve para nada. Actuemos, demos ejemplo, cambiemos lo que no nos gusta.